Contenido →

01.10.2012

La inquietud de sí contra la quietud del mundo
El último Foucault: de la resistencia al combate

El que ha perdido el mundo, quiere ganar su propio mundo

Friedrich Nietzsche

Si política era el nombre que dábamos a aquello que hacíamos para cambiar el mundo, ahora que el mundo no se deja cambiar, nos aplasta su insoportable quietud. Esa quietud del mundo, sin embargo, es la que nos inquieta y, desde esa inquietud, nos movemos… no dejamos de movernos. No hay manera de acomodarse en esta triste silla que nos han dado para vivir, se nos queda pequeña. Así, cada tanto, nos levantamos. La dejamos vacía un momento. Entonces, nos encontramos. Somos, durante ese breve período de tiempo, como niños que, tras haber sido llamados al orden, alargan el juego todo lo que pueden sólo para fastidiar. Luego, volvemos a sentarnos y volvemos a sentirnos inquietos, e intentamos hacer política desde esa inquietud.1

Introducción: la inquietud de sí

Foucault fue, sin lugar a dudas, un pensador inquieto. Desde su muerte, hace ya más de veinticinco años, su pensamiento no ha dejado de moverse. No sólo desde la perspectiva más puramente académica, generando innumerables tesis, artículos y congresos alrededor de su obra, sino en tanto que pensamiento. Su mirada sigue iluminando aspectos de nuestra vida que, sin su «caja de herramientas», serían difíciles de pensar: el género, el cuerpo, la salud, el placer o la terapia, son ejemplos de ámbitos en que su pensamiento sigue planteando preguntas inquietantes, las que no se dejan responder a golpe de dogma.

La inquietud de su pensamiento va más allá de un mero calificativo. Cuando, en una entrevista, le preguntaban por los ocho años de silencio tras el primer volumen de la Historia de la Sexualidad señalaba:

Soñé que llegaría un día en que sabría con antelación lo que quería decir y que no tendría más que decirlo. Ha sido un reflejo de envejecimiento. Imaginé que había llegado finalmente a la edad que permite desarrollar lo que uno tiene en mente. Era al tiempo una forma de presunción y una reacción de abandono. Ahora bien, trabajar es proponerse pensar algo diferente de lo que se pensaba antes.2

Esa inquietud es pues, a la vez, desafío y condición de posibilidad del pensamiento. Este movimiento, nos lleva también a pensar su obra como algo abierto, donde se plantean problemas y preguntas que se cruzan y enriquecen unos a otros.

Desde una perspectiva académica, sin embargo, acostumbra a nombrarse un «último Foucault» en referencia a las obras y cursos del último periodo de su vida.3 Una etapa un tanto desconcertante para aquellos lectores que –quizás un tanto perplejos– observaron cómo el autor que había desempolvado el extenso archivo de la modernidad, de pronto realizaba un peculiar giro hacia el periodo grecolatino, situando su voz en un lugar totalmente inesperado. También una etapa desconcertante para aquellos que, habiéndole acusado de haber «disuelto al sujeto», se vieron sorprendidos con lo que entonces denominaron como un «retorno» al mismo.

Lejos de una ruptura, revisión o replanteamiento de su obra, según él mismo expuso bajo el seudónimo de Maurice Florence, Foucault consideraba esta última etapa como una continuación del mismo proyecto:

Michel Foucault ha emprendido actualmente, y siempre en el seno del mismo proyecto general, el estudio de la constitución del sujeto como objeto para sí mismo: la formación de los procedimientos mediante los cuales el sujeto es conducido a observarse a sí mismo, a analizarse, a descifrarse, a reconocerse como un dominio de saber posible. Se trata, en suma, de la historia de la «subjetividad», si por dicha palabra se entiende la manera en que el sujeto hace la experiencia de sí mismo en un juego de verdad en el que tiene relación consigo.4

La obra de Foucault puede pensarse, pues, como la permanente interrogación sobre los modos de subjetivación que han guiado nuestra cultura. Foucault aborda la historia de esa subjetividad partiendo de su constante transformación. La interrogación que Foucault nos propone en relación al sujeto nos permite observar cómo a través de la historia de occidente, diferentes modos, procesos y prácticas han desplazado, gestado y fijado las formas que ha tomado esa subjetividad.

Afirmar que el sujeto se transforma implica, pues, considerarlo como una forma en tránsito. El sujeto «no es una sustancia. Es una forma y esta forma no es sobre todo ni siempre idéntica a sí misma».5 Sin embargo, esta forma, se configuraría en la tensión en dos procesos distintos. En primer lugar, lo que denomina mecanismos de sujeción (assujettissement) por los cuales se delimitarían ciertas formas históricas en que se constituye una subjetividad. La sujeción sería, entonces, «el proceso de devenir subordinado al poder, así como el modo de devenir sujeto».6 Estos procesos, analizados en su historicidad, no serían tanto determinaciones como los límites adopta esa forma a través de complejos dispositivos de discursos y prácticas. En segundo lugar, en tensión con estas formas históricas compartidas, pero de ningún modo homogeneizadoras, habría que señalar, a su vez, un proceso de subjetivación. Éste sería el «proceso por el que se obtiene la constitución de un sujeto, más exactamente de una subjetividad, que evidentemente no es sino una de las posibilidades dadas de organización de una conciencia de sí».7 Así, la subjetividad se comprende como el resultado de esos dos procesos. Los mecanismos de sujeción no agotan los modos de ser sujeto, dado que el sujeto, en último término, organiza una «conciencia de sí».

Sus análisis acerca del cuidado de sí tratarán de dar cuenta de esos procesos y prácticas de subjetivación en nuestra cultura. Procesos que no pueden confundirse ni con un repliegue del individuo,8 ni con una forma de egoísmo9, sino que apuntan a modos de creación de ese sí mismo mediante los cuales el propio sujeto se configura como sujeto moral.10

¿Por qué, sin embargo, retrotraerse al periodo grecolatino para estudiarlas y describirlas? Parece que la razón es mostrar cómo en el seno del problema del cuidado de sí habrían surgido unas prácticas que, a lo largo de la historia de occidente, se han ido diseminando y conformando en otros procesos y sirviendo a otros objetos. Estudiarlas en la cultura grecolatina, permitiría analizarlas con mayor autonomía.11

Que sean descritas como «artes de la existencia»,12 aludiendo a un proceso estético, es debido a que, en el contexto grecolatino, el concepto de arte remite al concepto de techné. El sí mismo se configura de modo absolutamente singular, a partir de ciertas praxis y técnicas, y no como realización particular de un código o norma de conducta. El estilo se entiende entonces como el resultado de esa praxis sobre sí mismo en el proceso que da forma a un ethos entendido como una forma de existencia. Esa estética de la existencia responde, pues, a la forma que, a través de esas prácticas, adoptará la existencia del sujeto. De ahí señalar la vida como obra de arte, dado que es el propio sujeto el que le da una forma a la misma.

Sin embargo, ese último periodo, esos últimos textos y cursos, no dejan de suscitar multitud de preguntas acerca del modo en que cabe, a partir de ellos, redimensionar su trabajo. De algún modo, el Foucault que hablaba y analizaba las relaciones de poder, parecía más explícitamente político, sin embargo, cierta defensa de lo que denominará como una estética de la existencia parece desplazar el acento hacia una relación con uno mismo en que podría entenderse que la relación política queda difuminada. La consigna de hacer de la vida una obra de arte parece colocarnos en otro tipo de problemas, otra mirada que, si bien puede desplegar una ética, poco podría decir en tanto que política.

Así pues la pregunta que articula nuestra reflexión será ¿Puede esa inquietud de sí señalarse como política? Y si es así, ¿en qué sentido? Trataremos de mostrar cómo a través de esa inquietud, en el «último Foucault», se despliega una redefinición de su noción de resistencia que adoptará la forma de un combate. Un combate que, sin embargo, no reproduce un modelo antagonista de amigo/enemigo, como tampoco se circunscribe a las relaciones de poder. Es un combate que apuesta por desafiar nuestros modos de ser, pensar y relacionarnos para llevarlos más allá de sí mismos.

1.La inquietud de sí como desafío

A través de la inquietud de sí, como movimiento que parte de uno mismo, puede reformulase una relación con la verdad, la política y la vida. La transformación que esa inquietud de sí genera en cada uno de ellos nos permitirá caracterizar en qué consistirá una actitud de combate que nos permita llevar mucho más lejos la noción de resistencia.

Trazaremos un recorrido por algunos de los ejes que Foucault desarrolla en sus últimos cursos en el Collège de France que permiten plantear esta relación. Si bien es verdad que en los dos últimos volúmenes de la Historia de la Sexualidad publicados justo antes de su muerte se introducen sus análisis sobre el cuidado de sí, será en sus últimos cursos donde estas prácticas despliegan su dimensión política. En ellos, el estudio de las mismas, forma parte de un problema distinto al de la sexualidad: el del gobierno de sí y de los otros. Veremos pues cómo a través de sus análisis del cuidado de sí se despliega una noción de verdad, una relación política y una forma de vida que se entrelazan entre sí.

1.1.La verdad

En la primera clase del curso titulado La Hermenéutica del sujeto,13 Foucault señalaba que en la modernidad se había producido una importante transformación en la relación entre subjetividad y verdad. En el mundo antiguo, el sujeto sólo podía tener acceso a la verdad a condición de operar ciertas transformaciones sobre sí mismo. El mundo moderno se inaugura para él con lo que denomina como «momento cartesiano» que no es el momento en que Descartes escribe sus Meditaciones sino el largo proceso por el cual el sujeto moderno postula que el sujeto puede acceder a la verdad sin que ello comporte ninguna transformación de sí mismo. Vemos aquí una primera aproximación a una verdad que no tiene tanto que ver con una relación de conocimiento sino con un vínculo más cercano a lo espiritual. Una verdad que sólo aparece a condición de cambiarse a sí mismo. Por otro lado, en las primeras clases del curso de El Gobierno de sí y de los Otros14 Foucault realiza la conocida distinción entre aquella filosofía que trata de hacer una analítica de la verdad al preguntar por las condiciones de posibilidad del propio conocimiento, y aquella que trata de hacer una ontología del presente al tratar de preguntarse por la actualidad, por «quiénes somos». Se aparta, en este sentido, de la verdad vinculada a una crítica del conocimiento. Por último, en la presentación de su último curso, Le courage de la verité,15 retoma esta distinción de otro modo, aludiendo a una diferencia entre las formas epistemológicas y las formas «alethurgicas» en sus vínculos con la verdad. Las primeras interrogarían al propio discurso en tanto que discurso verdadero, las segundas, apuntarían al acto del sujeto que se manifiesta diciendo la verdad, en tanto que un acto de decir veraz. Esta última distinción coloca, pues, su interés en el modo en que un sujeto se vincula con la verdad.

Podemos ver claramente, a través de este breve trazado, cómo Foucault parece estar realizando una búsqueda de una verdad que nada tiene que ver con la verdad en relación al conocimiento del mundo. No son la verdad de la ciencia ni del saber las que están en juego. Foucault intentará sacar a la luz otra relación con la verdad que no es la que concierne al problema del conocimiento sino a la vida, al presente, a la relación con uno mismo y con los otros. Una verdad que no se sitúa en la demarcación que deja, a un lado objetos y al otro, sujetos de conocimiento, sino que se da entre esos sujetos en tanto que sujetos éticos y políticos. La pregunta se desplaza entonces de la preocupación por esclarecer las condiciones de posibilidad de nuestro conocimiento del mundo a la pregunta por las formas de veridicción en que un sujeto se reconoce a sí mismo como diciendo la verdad ante sí mismo u otro(s). Para dar cuenta de esas formas de veridicción, utilizará un método distinto al que había utilizado en sus obras anteriores: interrogará al concepto de parrhesía, no en tanto que concepto mismo, sino en tanto que portador de una de esas formas de veridicción. Lejos de un ejercicio filológico –y del mismo modo en que la prisión o el manicomio eran los lugares en que se hacían visibles las relaciones de poder que trataba de describir– Foucault parece utilizar al concepto de parrhesía16 como un lugar de visibilización de la historia de esas relaciones y reconfiguraciones.

Esa forma de verdad que Foucault trata de hacer visible a través de la noción de parrhesía griega no es, pues, una verdad como adecuación/correspondencia a la realidad. Es una verdad que hace visibles las formas, modos y praxis por los que, en una determinada lógica o situación, un sujeto se vincula a aquello que dice. Una verdad que se hace presente sólo a través de una cierta praxis en un discurso, en una manera concreta de ser dicha que tendrá por objetivo generar un efecto en el interlocutor.

Foucault distingue ese modo de decir la verdad de otros que también se basan, en sus praxis, en la búsqueda de un efecto sobre aquel al que de dirigen. Por ejemplo, podemos tratar de convencer a alguien y querer generar como efecto que nuestro interlocutor cambie su opinión o modo de ver una cuestión. Ese uso correspondería a una verdad demostrativa que trataría de argumentar en vistas a conseguir tal efecto. Podemos también, a través de nuestro discurso, llevarle a que se adhiera a él o tratar de modificar la conducta de nuestro interlocutor. Ese uso correspondería a una verdad retórica que persigue un efecto de persuasión. Podemos tratar de generar en nuestro interlocutor un aprendizaje, mostrándole o transmitiéndole un saber. Para ello se pone en funcionamiento una verdad pedagógica que trataría de enseñar. Podemos generar un efecto de confrontación de opiniones, poniendo en funcionamiento una verdad erística que trataría de discutir y generar debate.17 Todos estos modos tienen en común tratar de generar un efecto en nuestro interlocutor usando para ello distintas praxis. También el decir veraz trata de generar un efecto en el interlocutor, pero, a diferencia de los anteriormente señalados, ese efecto se consigue apelando directamente al otro como sí mismo, como ethos.

La manera de decir la verdad en la parrhesía reside en el efecto que produce el hecho de hablar «diciendo la verdad». Un efecto que pone en juego, a la vez, a quien la enuncia y a quien va dirigida. El hablante asume un riesgo, se expone a las consecuencias que se deriven del hecho de decir la verdad, aceptando incluso poner en riesgo su propia vida.

Así, pues, la parrhesía puede definirse por los siguientes rasgos: es «una cierta manera de hablar», de «decir la verdad», que expone a quien habla a un riesgo de modo que, quien habla, se liga a lo que dice a través de esa franqueza, y lo hace de un modo valeroso. «Es el libre coraje por el cual uno se liga a sí mismo en el acto de decir la verdad».18 El decir veraz es una manera de vincularse con la verdad, un modo de ser del ethos que la profiere, un ejercicio y una praxis, que confieren una particular relación del sujeto, que modifica y transforma las relaciones en las que se enuncia. El sujeto asume el riesgo que comporta decir la verdad, exponiendo incluso la propia vida.

1.2.La política

Foucault pretendía desplegar a partir de ese análisis del decir veraz lo que denominaba una «genealogía del discurso político».19 Su objetivo era tratar de buscar cuáles habrían sido, en la historia de occidente, las formas a través de las cuales alguien toma la palabra frente al poder y dice, de sí mismo, que está diciendo la verdad; los modos en que alguien toma la palabra ante poder y –en nombre de una verdad, de una verdad política– habla. Una de sus primeras formas sería la del orador público que, ante la asamblea, habla en nombre propio. Foucault traza un breve recorrido de cómo ese decir veraz se desplaza de unas formas a otras a lo largo de la historia. Así, señala como primer desplazamiento el momento en que esa verdad ya no se profiere públicamente sino que es el consejero del príncipe el que arriesga su vida al decirle a éste la verdad sobre el ejercicio de su poder. Un segundo desplazamiento lo ubica alrededor del siglo xvi con el desarrollo y la aparición del Estado. Lo que denomina como dramática del ministro correspondería a aquél que, en nombre de una razón de Estado, se dirige al monarca y le dice la verdad. En tercer lugar, la progresiva conformación de la figura del crítico que, a partir del siglo xviii, adoptaría el papel de proferir el discurso verdadero en política. Por último, la reconoce en la figura del revolucionario quien también, en nombre de la revolución, dice decir la verdad. Si bien en las siguientes clases no profundizará en estos desarrollos podemos ver, a través de estas indicaciones, una posible caracterización de ese decir veraz político a través de ciertas figuras de la historia occidental.

Foucault muestra también, a través del análisis de la parrhesía, cómo en la democracia griega, el decir veraz introduce, en el juego democrático, una paradoja.20 Para que haya democracia, debe haber igualdad formal y estructural en la toma de palabra y la democracia debe garantizar que el discurso veraz pueda proferirse. Sin embargo, ese discurso veraz introduce el conflicto y la diferencia en el seno de la misma. El discurso veraz será, pues, una amenaza constante para la democracia. Siempre se corre el riesgo de que sea silenciado para garantizar, justamente, el juego formal democrático. Dice Foucault:

En una época, la nuestra, en que tanto nos gusta plantear los problemas de la democracia en términos de distribución del poder, de autonomía de cada cual en el ejercicio del poder, en términos de transparencia y opacidad, de relación entre sociedad civil y Estado, me parece que acaso sea adecuado recordar esta vieja cuestión, que fue contemporánea del funcionamiento mismo de la democracia ateniense y de sus crisis, a saber, la cuestión del discurso verdadero y de la cesura necesaria, indispensable y frágil que éste no puede no introducir en una democracia, una democracia que lo hace posible y a la vez lo amenaza sin cesar.21

En esa misma clase, introduce una distinción que resulta clave para comprender su perspectiva de la política. En relación con la democracia griega, Foucault distingue dos órdenes diferentes en el juego político: la politeia y la dynasteia. La politeia respondería al marco formal que define un juego político dado: el modo en que se toman las decisiones, el estatuto de esos ciudadanos, etc. Algo que, grosso modo, tendría que ver con la forma, la organización de la ciudad en términos políticos, tanto en relación la forma (democrática, aristocrática, oligárquica, etc.) como en relación con la constitución de la misma, la ley y sus mecanismos. Sin embargo, la dynasteia, remitiría a tres cuestiones: 1) al juego efectivo del poder, a «la formación, el ejercicio, la limitación y también la garantía aportada al ascendiente que algunos ciudadanos ejercen sobre los otros»22 2) a «los procedimientos y técnicas por cuyo intermedio se ejerce el poder», en la democracia griega, el discurso veraz que persuade 3) al político en sí mismo,23 a su ethos, a la relación consigo mismo y con los otros. Foucault señala:

Es el problema de la política, e iba a decir de la política como experiencia, es decir, entendida como cierta práctica obligada a obedecer determinadas reglas, ajustadas de cierta manera a la verdad, y que implica, por parte de quienes participan en ese juego, una forma específica de relación consigo mismo y con los otros.24

Así pues, la parrhesía constituye una «noción bisagra» entre una y otra, entre «lo que toca al problema de la ley y la constitución y lo que toca al problema del juego político». En ese análisis de la parreshía –y su arraigo en la politeia– Foucault cree encontrar nada más y nada menos que:

las raíces de una problemática que es la de las relaciones de poder inmanentes a una sociedad y que, diferente del sistema jurídico institucional de ésta, hace que ella esté efectivamente gobernada.

En otras palabras, aparece en el mismo origen de la democracia la tensión entre las formas de gobierno, las reglas, las normas formales del juego político, y las praxis, los ejercicios, los modos en que el juego político se ejerce. Foucault no ha dejado de referirse a este problema a lo largo de toda su obra insistiendo, una y otra vez, en que hay que plantear problemas a la política y, hacerlo, no en tanto que los modos y formas que ésta adopta institucional y jurídicamente una sociedad –o no sólo en base a ello– sino en el modo en que, dentro de esas reglas de juego, se ejerce, efectivamente el juego político. Es decir, el modo en que en una sociedad, unos individuos gobiernan a otros a través de ciertas praxis y ejercicios.

La distinción que acabamos de realizar nos permite plantear otro de los problemas que despliega en este curso: la relación entre filosofía y política. ¿Debe la filosofía pensar sobre cuál es el mejor de los sistemas políticos posibles? ¿Debe argumentar y plantear alternativas claras? A la pregunta qué puede decirle la filosofía a la política, Foucault responde con contundencia: nada. Si por «decir algo» se entiende algo así como que el filósofo –la filosofía– debe decirles a los hombres cómo deben ser gobernados o cuál es su verdad. La filosofía, en este sentido, no tiene nada que decirle a la política. Sin embargo, eso no significa que la filosofía no tenga ninguna tarea que realizar respecto a la política. La filosofía, como veremos, se vinculará a ese decir veraz en tanto que «actividad que consiste en hablar con veracidad, practicar la veridicción con referencia al poder».25

En esa historia del decir veraz, Foucault señala cómo la función parresiástica inicialmente señalada como una función política en la democracia griega se desplaza hacia la filosofía. A partir de su lectura de la Carta VII de Platón, Foucault afirmará que la filosofía, lo real de la filosofía, no tiene que ver con el logos, con el discurso, sino debe ser también ergon: tarea. ¿Cuál es esa tarea? ¿Cuál será ese real de la filosofía? Justamente, ese acto de veracidad, la voluntad de decir la verdad. Y la prueba de esa veracidad será, justamente, el coraje de hacerlo a quien ejerce el poder. Así la filosofía no dice a la política qué hacer, sino que, al introducirse en su juego, la filosofía hará su prueba de realidad. ¿Cuál será esa prueba de realidad de la filosofía? Foucault señala que para que el discurso filosófico pueda ser real debe, en primer lugar, ser escuchado. La primera prueba será pues, la escucha que se brinde al discurso filosófico (primer círculo: el círculo de la escucha); la segunda, será que la filosofía no sea un mero discurso, un mero logos, sino que sea ejercido como una práctica, una práctica cotidiana, en la propia vida, el trabajo del sujeto sobre sí mismo (segundo círculo: el trabajo sobre sí); la tercera prueba de realidad será un modo particular de conocimiento, el conocimiento filosófico, que no se alcanzará por sí mismo (a través de la enseñanza de textos), ni puede aprenderse por mathemata, sino por la práctica asidua de otros modos de conocimiento26 (tercer círculo: el circulo del conocimiento).

La filosofía hace, pues, su prueba de verdad en función de la escucha que se le brinde, en tanto que sea ejercida como una práctica en la propia vida y en tanto que se llegue a ella como consecuencia de ejercitar otros modos de conocer. Para Foucault, la filosofía moderna será caracterizada como «una práctica que, en su relación con la política, hace la prueba de su realidad». Señala entonces, en sus conclusiones al curso, los límites que la filosofía debería preservar respecto al ámbito político, ético y epistemológico. Vale la pena que reproduzcamos por entero el fragmento:

… la filosofía [tanto moderna como antigua] se equivoca, o, en todo caso, se equivocaría, al pretender decir qué hacer en el orden de la política y cómo es menester gobernar. Se equivocaría si quisiera decir qué pasa con la verdad o la falsedad en el orden de la ciencia. Cometería asimismo un error si se atribuyera la misión de liberar o desalinear al sujeto. La filosofía no tiene que decir lo que hay que hacer en la política. Tiene que ser una exterioridad permanente y reacia con respecto a la política, y de ese modo será real. Segundo, la filosofía no tiene que dividir lo verdadero de lo falso en el ámbito de la ciencia. Debe ejercer perpetuamente su crítica con referencia a lo que es embuste, engaño e ilusión y de ese modo practicará el juego dialéctico de su propia verdad. Tercero y último, la filosofía no tiene que desalinear al sujeto. Debe definir las formas en las cuales la relación consigo puede eventualmente transformarse. La filosofía como ascesis, la filosofía como crítica, la filosofía como exterioridad reacia a la política: creo que éste es el modo de ser de la filosofía moderna. Ése era, en todo caso, el modo de ser de la filosofía antigua.27

1.3.La vida

Nos queda desplegar el último de los aspectos que anunciábamos: cómo a través de esa inquietud de sí se inscribe una relación distinta con la vida.28

Foucault inscribe dentro de la noción de cuidado de sí en la cultura griega un punto de inflexión que resultará fundamental en nuestra tradición.29 En el seno de esa noción se produce una escisión a partir de la cual esa verdad ligada al cuidado de sí tomará dos vertientes posibles: como cuidado del alma o como forma de vida. Desde la primera vertiente se tomará el principio de «conócete a ti mismo» como sinónimo del conocimiento del alma. Esta vía del sí mismo como alma (psikhé) inaugurará toda una serie de prácticas destinadas a combatir todo aquello que pueda llevar al alma al desorden y al caos. Este principio instaura el «sí mismo» vinculado al cuidado del alma como una realidad ontológica distinta al cuerpo. A través de esta distinción, se origina un modo de pensar la relación alma/cuerpo que atraviesa toda la historia occidental, caracterizado por Foucault como una «metafísica del alma». En la segunda vertiente, ese mismo cuidado de sí, se caracterizará como el modo de ser y de hacer a lo largo de la existencia. Al partir de la vida, y del modo de conducirse en ella, la distinción entre alma y cuerpo carece de sentido: ambos forman parte esencial en el modo de conducirse a través de esa vida examinada. El sí mismo como vida (bios) instaura, en contraste a esa «metafísica del alma», la cuestión de la «estética de la existencia». Lejos de apuntar a la centralidad de la primera en detrimento del olvido de la segunda, Foucault nos advierte que, entre ambas, hay una interferencia constante a lo largo de nuestra tradición.

Esta escisión marcará otro punto importante: el modo de concebir el mundo otro. Desde la perspectiva de la «metafísica del alma» el mundo otro será aquél al que aspirar a través de la contemplación del alma. Desde la perspectiva de la «estética de la existencia» ese mundo otro aparecerá vinculado a la interrogación por el modo de vida de aquel que pretende cuidar de sí. Una forma de vida verdadera que será la vida otra. Punto de bifurcación, por tanto, entre el inicio de la metafísica occidental como «metafísica del alma» en relación al mundo otro, y la vida verdadera en el marco de la «estética de la existencia» en relación a la vida otra.

Esa «estética de la existencia» como preocupación por el modo de conducirse en la propia vida fue, en la cultura grecolatina, un problema recurrente y central. Foucault centra su mirada en el cinismo y lo convierte en eje que articula la problematización de esa vida verdadera en la antigüedad. ¿Por qué su especial interés en el cinismo? Porque, como veremos, en él se dan de modo especialmente conjugado todos los elementos que hemos ido desplegando: un modo de decir veraz que tendrá como misión dar a esa vida una forma de combate; un modo de vida verdadera que tendrá como misión hacer presente una vida otra; un modo de relación con el mundo que tratará de apelar constantemente a un mundo otro.

Foucault no pretende analizar esas praxis y problemas para afirmarlos como prescripción. Tampoco pretende apuntar a ningún «olvido» que haya que resarcir sacándolos a la luz. Más bien, de lo que se trata, es de mostrar cómo la cultura occidental no ha dejado de plantearse una y otra vez esos problemas. Cómo el problema de la vida otra y del mundo otro pueden recorrerse, en diferentes momentos, y bajo distintas formas, a través de nuestra historia. Foucault trata de leer,30 desde esta perspectiva, tres formas de militancia aparecidas en el siglo xix, como modos de retomar esa pregunta fundamental por la propia vida en relación a una vida otra y una vida verdadera: la militancia «bajo la forma de sociedades secretas» y «vida revolucionaria» de principios del siglo xix; la militancia «como organización visible e institucionalizada en el campo político» que surge segundo tercio del siglo xix adoptando, entre otras, la forma de sindicato; y la militancia que, finales del siglo xix, aparece como «testimonio de vida» y «escándalo de la verdad; como «ruptura con los hábitos y valores de la sociedad», cuyas formas encuentra en el nihilismo, el anarquismo europeo y el terrorismo.

La pregunta filosófica por la vida verdadera, se desplaza en la historia de occidente, bajo la forma de vida revolucionaria. Ningún interés, pues, en el cinismo en sí, si no es por esa virtud de aglutinar, de modo entrelazado, una de las preguntas centrales que atraviesa nuestra cultura: la interrogación, que parte de la propia vida y el propio mundo, por la vida verdadera y el mundo otro.

En relación al problema sobre la conducción de la propia vida que atraviesa la cultura griega, Foucault señala que el cinismo no es, en sus principios, nada original. Sí lo es, en cambio, en el modo de abordarlos. Partiendo de los mismos principios de describen una vida verdadera en esa tradición, acaba volviéndolos contra sí mismos y con el objetivo que, de ella, puedan aparecer una vida otra y un mundo otro. En el cinismo, el coraje de la verdad nada tiene que ver con una «valentía política» en que alguien demuestra su coraje arriesgando su vida por una verdad. En el cinismo, ese coraje, pasa por exponer la propia vida, arriesgar la vida en sí misma. Es un combate que muestra ese coraje a través del propio modo de vida y no dentro del discurso que se profiere. El cinismo es, para Foucault, una actitud –que se manifiesta a lo largo de la historia de occidente– desde la cual la vida se manifiesta como escándalo para los demás. La militancia cínica no es una militancia cerrada, sino que se realiza en un «medio abierto». Tampoco es una militancia que se dirija a un grupo determinado de personas, sino que «se dirige a todos». No parte de ninguna educación, de ningún conocimiento, ni los exige. Lo que intenta la militancia cínica no es intentar formar a la gente, ni convencerla, sino de sacudirla, efectuar de modo brusco y violento un cambio que les convierta.

¿Cómo realizan esta sacudida? Partiendo de esos mismos principios compartidos culturalmente. Lo que intentan es tratar de modificarlos mediante una inversión (retournement) de ellos mismos, llevarlos al límite, forzarlos sobre sí mismos hasta convertirlos en escandalosos.

Esos principios compartidos culturalmente, comunes a las diversas tradiciones filosóficas, definían la vida verdadera a través de cuatro rasgos: una vida no disimulada, una vida independiente, una vida recta y una vida soberana. Veamos brevemente cómo se caracterizaban estos principios en la cultura griega para comprender cómo los cínicos promovieron ese retournement31 que los acababa convirtiendo en escandalosos:

— La vida verdadera como una vida no disimulada: para los griegos, quien lleva una vida verdadera no se esconde ante los demás de sus intenciones ni de sus fines. Su vida da forma coherente y visible al modo en que se piensa y lo que se hace. Por lo tanto, no hay nada que esconder o disimular puesto que se muestra a la vista de todos.

Los cínicos, alteraron este principio convirtiéndolo en escandaloso bajo la dramatización en la desnudez e impudor. Tomaron literalmente ese principio de no disimulo y lo hicieron materialmente presente en su vida. El cínico se muestra absolutamente ante los otros: no tiene casa, no tiene vestido, come en público, se masturba en público, incluso se suicida en público. No hay ningún ámbito privado, ni de intimidad; no hay nada en la propia vida que no se haga visible ante los demás. Convierte así, a través de esas prácticas, el propio principio de la vida no disimulada en escándalo. Aplicando literalmente el principio de vida verdadera como no-disimulo, hace saltar el código del pudor al que estaba implícita o explícitamente asociado.

— La vida verdadera como vida independiente: para la cultura griega, esto significaba liberarse de la dependencia de todo elemento externo o interno. Esta independencia tomó dos formas en la tradición: como una estilística de la pureza, conseguir que el alma que sea independiente a cualquier desorden que pueda altearla o como una estilística de la independencia, alcanzando autarquía o autosuficiencia.

El cinismo subvirtió este principio bajo la forma de la dramatización en la pobreza. Un desapego absoluto por la riqueza, que se muestra de modo material, efectivo, real, activo. Una conducta efectiva de pobreza que busca endurecerse, que se esfuerza por buscar nuevos límites. El cínico se afirma en la propia miseria, en la mendicidad como dependencia absoluta de los otros. Pero más allá de esto, según Foucault, a lo que se expone mediante estos actos es a una escandalosa afirmación del deshonor. El cínico se exponerse al desprecio de los otros, a resistir sus críticas.

— La vida verdadera como vida recta: en la tradición griega la vida debía conducirse conforme a un nomos y un logos, conforme a unos principios y reglas. La vida debía adecuarse a las leyes, costumbres, convenciones que organizaban la vida en común de los hombres.

Los cínicos llevaron este principio al extremo manifestando su repulsión del hombre como razonable y humano. Cuestionaban cualquier regla o principio a través de la dramatización en la animalidad, llegando a no cuestionar el incesto o la antropofagia.

— La vida verdadera como vida soberana: por último, sólo podía considerarse que alguien llevaba una vida verdadera si éste era dueño de sí mismo, si no se dejaba alterar, si llevaba una vida que gobernaba por sí mismo, una vida dueña de sí misma. Esa soberanía es aquello que uno posee y de lo que no se le podrá despojar. Este rasgo de gobierno de sí mismo adoptaba por ejemplo, en la tradición socrática o estoica, la forma de combate ante los infortunios de la vida o ante los propios deseos.

En el cinismo este principio de soberanía adopta la forma de vida militante. Lo que combate el cínico es aquello que afecta por entero a todos los hombres, tanto las convenciones como los vicios. El combate cínico se presenta como combate dirigido a la humanidad entera con el objetivo de cambiarla en su ethos, en su manera de vivir. Esta militancia se realiza, como decíamos, en medio abierto, dirigida a todos, interpelando a los hombres para sacudirlos y convertirlos bruscamente. Es una militancia que apunta a cambiar el mundo en su acción.

El famoso principio de «conócete a ti mismo» que el oráculo de Delfos comunicó a Sócrates daba lugar, como habíamos señalado, a esa historia de la «metafísica del alma».

Sin embargo, Foucault parece encontrar en el principio que el Oráculo comunicó a Diógenes «alterar el valor de la moneda», aquello que articula otro de los temas fundamentales de nuestro pensamiento: cómo transformar el mundo en que vivimos, la vida que llevamos, para que devengan un mundo otro y una vida otra. Foucault encuentra en el cinismo una formulación –digamos «no-metafísica»– que, partiendo de la propia experiencia en el mundo, promulga «una vida cuya alteridad debe conducir al cambio del mundo. Una vida otra para un mundo otro». En vez de enunciar los principios de una vida distinta, el cinismo convierte este principio en «la practica de un combate en el horizonte del cual hay otro mundo.» «Alterar el valor de la moneda», será pues, introducir, en la propia vida entendida como combate, esa alteridad.

La vida filosófica como vida cínica32 aparecerá como una vida con una misión de combate. Un combate, en primer lugar, respecto a sí mismo, como endurecimiento (acepta privarse, acepta los insultos). Para el cinismo, paradójicamente, este endurecimiento permite reforzar el vínculo con el género humano entero. El insulto se opondrá «de modo disimétrico» a una «relación de afección», a una «afirmación de un vínculo filantrópico, de amistad». «La inversión del desapego que el cínico se exige a sí mismo, conlleva a un vínculo ético y universal con el género humano.» El filósofo cínico aparece como el que «vela en el sueño de la humanidad», el que vela por todos. Se muestra «útil» a todos los hombres. Su cuidado de sí consiste, justamente, en «velar por el cuidado de los hombres». ¿Cómo realizará ese cuidado? «dirigiéndose a todos los hombres» para tratar de generar una transformación en ellos, en su ethos, en su forma de vivir. Su actividad política consistirá en «mostrar a los hombres que la verdadera política no es sólo una cuestión de guerra o paz, de la organización dentro de la ciudad (las tasas, los impuestos) sino de la libertad, la servidumbre, la bondad o el infortunio del género humano entero. No es una política de la ciudad, ni del estado, sino del mundo entero». El cínico «se encuentra asociado al gobierno del universo». El cínico se ocupa del género humano entero y de sí mismo en tanto que forma parte de él. Para el cinismo «el cuidado de los otros coincide con el cuidado de sí.» Apela a los hombres para que cambien su conducta e intenta generar, con ello, un cambio en la configuración del mundo. Lo que el cínico no deja de repetirles a los hombres a través del escándalo de su conducta es que «están buscando la naturaleza del bien y el mal donde no se encuentra».

El objetivo que guía el principio de «alterar el valor de la moneda» será, entonces, afirmar que «la verdadera vida es una vida otra». El cínico muestra –hace presente, manifiesta– con su propia vida, con su forma de vivirla, que la verdadera vida tiene que ser una vida otra. El coraje de la verdad se manifiesta, no en aquello que dice, sino en la forma que da a su vida de modo que haga aparecer la vida verdadera, en el modo de mostrarles a los hombres, a través de su forma de vivir, que un mundo otro debe emerger de éste a través de una vida otra:

Yo vivo de manera otra y, por la alteridad misma de mi vida, os muestro que aquello que vosotros buscáis está en otro lugar que donde lo buscáis, que el camino que tomáis es otro en relación al que deberíais tomar.33

2.De la resistencia al combate

Hemos mostrado, hasta aquí, dos cuestiones: en primer lugar, que la inquietud de sí se inscribe en las prácticas que constituyen un modo de subjetivación. Un modo de subjetivación que se articula siempre junto a modos de sujeción caracterizados históricamente. En segundo lugar, hemos visto cómo, a través de la inquietud de sí, se caracterizaba un modo de relacionarse la verdad, la política y la vida. En relación al modo de vida que caracterizaba la filosofía cínica, hemos visto aparecer esa noción de combate por la cual, la propia vida, se configura como un desafío a las convenciones para reivindicar una vida otra. Como veremos, será atravesando de nuevo estos ejes como podremos dar cuenta de una forma de combate que nos permita llevar más allá la noción de resistencia. Es necesario sin embargo detenernos un momento aún para dar cuenta de cómo esa noción de resistencia había sido caracterizada por Foucault como inherente a las relaciones de poder.

La noción de poder en Foucault, su modo de analizarlo y abordarlo ha sido, al tiempo que lo ha consagrado como «el filósofo del poder», aquello que más malentendidos ha ocasionado en relación a su modo de comprenderlo. Su intento de analizar el poder fuera de la tradicional vinculación al Estado o a los «Aparatos de Estado» ocasionó innumerables polémicas en la recepción de su obra. Foucault tuvo que insistir, una y otra vez, que ese desplazamiento no tenía por objeto mostrar que «todo es poder» –como algunos decían– sino insistir en que, con independencia del poder político o económico, las relaciones que se establecen entre los individuos incorporan ciertas regularidades, formas y límites, mediante los cuales se «conducen las conductas» de otros. Sólo desde esta perspectiva aparecen, ante nosotros, toda una serie de formas y modos de relacionarse, entre sí de los individuos, que nos permite describir a través de qué prácticas y modos determinados, bajo la legitimación de qué discursos concretos, y con qué formas históricas, se produce, efectivamente, esa «conducción». Una vez nombradas estas prácticas como «relaciones de poder» podemos ver más claramente cómo esos modos de «conducción de los individuos» no eran visibles bajo los análisis clásicos del poder económico o estatal:

Estas luchas, ya sean las relativas ala locura, a la individuos enfermedad mental, ala razón ya la sinrazón, ya se trate de las concernientes a las relaciones sexuales entre, las relaciones entre sexos, ya sean luchas en torno al medio ambiente ya lo que se llama ecología, ya afecten a la medicina, la salud y la muerte, tienen un objeto y unas miras muy precisos que les confieren importancia, miras completamente diferentes de las que persiguen las luchas revolucionarias y que merecen al menos que se las tome en consideración tanto como a éstas, Lo que denominamos, desde el siglo xix, la Revolución, lo que persiguen los partidos y los llamados movimientos revolucionarios es esencialmente lo que constituye el poder económico…34

Las prácticas de poder estudiadas por Foucault permiten analizar no sólo los modos concretos a través de los cuales esos poderes políticos y económicos «conducen» nuestras conductas. Esas prácticas permiten ver también cómo, lejos de pertenecerles de modo original, participan de unos modos históricos de conformarse y configurarse que no son ajenos en las demás relaciones. Por eso Foucault no dejó de insistir una y otra vez en que esas relaciones sólo se podían describir desde un marco de libertad. El poder no es «lo otro» de la libertad en términos absolutos, sino que sus límites siempre se establecen en tensión a ciertos modos, prácticas y ejercicios determinados. Las relaciones de poder se despliegan siempre sobre sujetos libres:

Eso quiere decir que siempre tenemos la posibilidad de cambiar la situación, que tal posibilidad existe siempre No podemos colocamos al margen de la situación, y en ninguna parte estamos libres de toda relación de poder. Pero siempre podemos transformar la situación. No he querido decir; por tanto, que estamos siempre entrampados, antes bien, al contrario, que somos siempre libres. En fin, y dicho brevemente, que siempre cabe la posibilidad de transformar las cosas.35

El nominalismo que Foucault reivindicaba para comprender el poder como una «relación estratégica»,36 inscribe, en esa relación, la comprensión de la libertad. Por descontado, en el seno de las relaciones de poder hay un riesgo de dominación, pero cuando ésta se hace efectiva significa que, en esa relación de poder, se ha anulado toda posibilidad de maniobra, toda distancia, todo margen de respuesta.

De ahí que Foucault tampoco se cansó de repetir que «no existen relaciones de poder sin resistencias».37 La resistencia es, de entrada, decir «no» en el seno de una relación de poder, imponerle un límite. Ese «no» será decisivo en aquellos momentos en que lo que está en juego en esa relación de poder es que, de no oponer resistencia, esa relación se convierta en una relación de dominio que anule por completo cualquier libertad. Sin embargo, esa sería tan sólo su forma mínima: «Decir no constituye la forma mínima de resistencia. Pero, naturalmente, en ciertos momentos, esto es muy importante. Hay que decir «no» y hacer de ese «no» una forma de resistencia decisiva.»38

Más allá de esa resistencia como límite a una relación de dominio, la resistencia consistiría en una intervención en el juego mismo de esas relaciones que aspira a modificarlas: «No se trata tanto de un enfrentamiento en el interior de los juegos, sino de resistencia ante el juego y de rechazo del mismo juego.»39 Así, en una situación dada y ante una relación de poder concreta, la resistencia no sólo implica imponer un límite –decir «no»– sino abrir la posibilidad de no participar en ese juego.

La descripción y crítica de los procesos que daban forma al sujeto en la modernidad no tenía por objetivo mostrar sus mecanismos con el fin de aspirar a liberarnos de ellos. Pensar que algo así como un sujeto «auténtico» o «verdadero», surgiría al liberarlo de esos modos de poder, significaría seguir anclado a la noción del poder como «represión». Para Foucault, el sujeto no es una forma mediante la cual las relaciones de poder limitarían y oprimirían a un a un «verdadero» sujeto. El objetivo por tanto, no es pensar un sujeto aprisionado en ellas al que habría que liberar. El sujeto es esa forma:

se corre el riesgo de recurrir a la idea de que existe una naturaleza o un fondo humano que se ha visto enmascarado, alienado o aprisionado en y por mecanismos de represión como consecuencia de un determinado número de procesos históricos, económicos y sociales. Si se acepta esta hipótesis, bastaría con hacer saltar estos cerrojos represivos para que el hombre se reconciliase consigo mismo, para que se reencontrase con su naturaleza o retomase el contacto con su origen y restaurase una relación plena y positiva consigo mismo. Me parece que este es un planteamiento que no puede ser admitido así, sin mas.40

Desde la perspectiva de la inquietud de sí, la libertad es caracterizada como una «actitud del individuo respecto de sí mismo, la forma en que asegura su propia libertad respecto de sus deseos, la forma de soberanía que ejerce sobre sí». La ausencia de ese ejercicio activo sobre sí mismo conlleva «la esclavitud de uno por uno mismo». Por tanto, no es un ejercicio de pasividad sino, bien al contrario, «es un poder que ejercemos sobre nosotros mismos en el poder que ejercemos sobre los demás.»41

Así, sea cual sea el modo en que históricamente se redistribuya la relación entre el gobierno de sí y de los otros (los modos de sujeción y los modos de subjetivación), la emancipación posible no es un estado respecto al de sumisión. La emancipación, desde la perspectiva del gobierno de uno mismo, puede contemplarse como una praxis, arraigada en la manera en que, en el seno de unas relaciones dadas, se realiza esa libertad.42 Así pues, sus análisis sobre el poder, sus largas descripciones sobre los modos de ejercerse, tratan de hacer visibles cuáles son esas relaciones en que estamos inmersos. El gobierno de sí siempre se configura en una relación de tensión con el gobierno de los otros. Los límites entre uno y otro se reconfiguran de modos distintos a lo largo de la historia de Occidente, pero aquellos modos de poder que nos interpelan en el presente –y que se inscriben siempre en esa tensión con la libertad– nos llevan a preguntarnos por la manera en que nos conducimos respecto a ellos. La posibilidad de emancipación y la autonomía parten de la tensión de esas relaciones. Si el poder, decía Foucault, es «conducción de conductas», conducirnos a nosotros mismos pasará, irremediablemente, por establecer una relación de tensión con el modo en que, en ciertos ámbitos, momentos o lugares, somos conducidos. La manera en que nos relacionamos con ese modo de conducirnos traza el límite en esas relaciones, que siempre se efectúan en una forma de gobierno dada y en una relación de poder concreta. Las praxis de liberación, en resumen, no tienen que ver con anular las relaciones de poder per se, sino con el modo de conducirnos respecto a ellas. Tras estas aclaraciones en torno al concepto de resistencia, podemos ver mejor cómo ésta se inscribe en la posibilidad de intervención y modificación de las relaciones de poder que se establecen entre los individuos.

Nos queda, pues, mostrar cómo esa noción de combate que hemos visto aparecer en el último curso de Foucault, nos permite articular todo lo que hemos desplegado hasta ahora y posibilita llevar mucho más lejos la noción de resistencia.

Hemos visto cómo través de la inquietud de sí se reformulaban las relaciones que el sujeto establece con la verdad, la política y la vida. La noción de combate nos permite trazar un hilo en ese recorrido:

La inquietud de sí comportaba: a) en relación a la verdad: dirigirse a los demás de forma veraz, aún a riesgo de uno mismo, b) en relación a la política: una praxis de desafío a los ordenes establecidos a la vez que una praxis de la filosofía, c) en relación a la vida: un modo de conducirla tratando de dar forma a nuestra existencia.

El combate sería aquella actitud que se configura a través de una inquietud de sí y mediante la cual el sujeto da a su vida la forma de una vida política. Una vida política que no tendrá por misión convencer ni confrontarse con los demás, sino que tratará de hacer de ella, en sí misma, a través de sus prácticas, un desafío ante las limitadas formas que aceptamos como vida. Lo que da a esa vida la forma de vida política, será una actitud permanente de modificarse a sí misma tratando de hacer visibles los límites comunes en que vivimos. Aunque se dirige a los demás en actitud combativa, no lo hace tratando de argumentarles nada, ni persuadirles, ni enseñarles, ni siquiera discutir con ellos. Trata de dirigirse a los demás apelándoles en tanto que «sí mismos», aspirando a generar una conmoción que les lleve, por sí mismos, a cuestionarse los límites de su propia vida. Trata de mostrar, con coraje y, a través de su modo de vida, que esa vida compartida, la vida que se organiza bajo los principios convencionales que la marcan y delimitan, no es una vida verdadera.

Podemos ver, al fin, a través de esta perspectiva, cómo la obra de Foucault no ha dejado mostrarnos, en todos sus ámbitos, las dimensiones de ese combate: un combate del pensamiento que desafía ciertos modos de saber, un combate de las relaciones que desafía ciertas relaciones de poder, y un combate de uno mismo que desafía ciertos modos de sujeción:

–Un combate del pensamiento que busca activamente pensar de otro modo, lo que significa, no sólo aceptar sin cuestionar el pensamiento que nos viene dado, sino que activamente trata de realizar esa torsión sobre el mismo, de interrogarlo, de ponerlo en crisis.¿Por qué ese gesto de violencia constante contra el propio pensamiento? Justamente para imprimirle ese movimiento que impida que, en su quietud, aquello que le había convocado a interrogarse, que es siempre una situación concreta, que se inscribe en una lógica particular y con unas determinadas relaciones, se convierta en certeza. Esa clase de certezas, que se nos aparecen posteriormente como eternas y ahistóricas, son las que se vuelven contra nosotros impidiéndonos pensar nuestro propio presente y nuestra situación concreta. Para evitarlo, es necesario imprimir constantemente ese doble movimiento entre el presente que convoca a pensar y la imposibilidad de hacerlo sin arrancarle al pasado aquello que nos presenta como verdades demasiado repetidas como para poder desafiarlas.

–Un combate del poder que busca activamente relacionarnos de otro modo. Que interroga constantemente no sólo cómo se producen y reproducen esas relaciones, sino también cómo mutan, qué nuevos lugares y modos ocupan. Las relaciones que construimos entre nosotros participan, pero no se agotan, en aquellas que tratan de conducirnos. Se trata de interrogar, desde dentro, qué tipo de relaciones, en qué situaciones y bajo que modos –desde la premisa que una relación de poder es aquella en que hay una reciprocidad en la relación de fuerzas– esa relación de fuerzas se desequilibra deviniendo dominio. Se trata, por supuesto, de resistir a cualquier relación de dominio diciendo «no» desde dentro. Pero también de buscar, en nuestros modos de relacionarnos, modos otros. De ahí la insistencia en hacer proliferar nuestros modos de relación y nuestros vínculos. ¿Qué espacio inmenso de posibilidades políticas se abre en nuestros modos de relacionarnos? ¿Qué espacio inmenso de complicidades, de alianzas, de vínculos posibles entre nosotros cabe inventar? Una política de la amistad43 es una política que busca inventar otros nombres a la amistad, crear modos nuevos en esas relaciones, modificarlas, ampliarlas. El nosotros del partido político ponía esas relaciones en suspenso, como si en una abstracción de identidades, una identidad política, fuese no sólo idéntica a si misma, sino a otras, en virtud de unas ideas. El nosotros que construimos a partir de vínculos afectivos pone en el centro esos afectos, las complicidades, las vidas particulares, acompañándose unas a otras en su individualidad a través del tiempo. ¿Acaso no hay un abismo de posibilidades entre una forma y otra? ¿Entre lo común como identitario que borra la singularidad de las experiencias y las singularidades que borran las experiencias comunes y compartidas? Quizás desde estas experiencias comunes y compartidas, puedan surgir esas complicidades que lleven, en todo caso, a formar un «nosotros» que se constituya como «comunidad de acción»44 en ese combate.

–Un combate de sí mismo que busca activamente ser de otro modo. Eso significa, como hemos visto, dar forma a nuestra existencia. Es un movimiento que parte de uno mismo en que el inconformismo, lejos de una actitud de confrontación y negación de aquello que conforma la experiencia, se convierte en una praxis activa de formarse, de darse forma. Esa praxis, lejos partir de la identidad del sujeto, parte de la no-identidad de la experiencia. Es a partir de ella desde la que se traza esa forma que no es, ni tiene por objetivo, ser idéntica a sí misma. De ahí el desplazamiento de una subjetividad presa de esa «metafísica del alma» hacia la posibilidad de concebir la vida como obra de arte. Ese combate, doloroso, intempestivo, que nos arranca de nuestras certezas, no podría estar más lejos de una vida estetizada. Es una existencia a través de la cual el sujeto, lejos de atarse a una identidad, clama: «No me pregunten quién soy, ni me pidan que permanezca invariable».45

Por último, hemos visto aparecer, apenas en el último minuto de su obra, un combate que apunta, de modo inquietante, a señalar un mundo otro. Una enunciación que no deja de sorprendernos. «Cambiar el mundo» ha sido siempre el modo de apelar, desde la crítica de este mundo, a un horizonte político. Pero parecería que desde Foucault, no sólo la «toma de poder» sino la pretensión misma de «cambiar el mundo» resultaría extraña a su pensamiento. Y, sin embargo, en el último párrafo de las notas de su última clase antes de su muerte escribía:

Pero aquello en que querría insistir para finalizar es esto: no hay instauración de la verdad sin una posición esencial de la alteridad; la verdad, no es nunca lo mismo; no puede haber verdad más que en la forma del otro mundo y de la vida otra.46

Ese mundo otro y esa vida otra no son, como hemos visto, ninguna instancia trascendente a este mundo y esta vida. Es, justamente, volviendo el mundo contra sí mismo y la vida contra sí misma –en ese gesto de retournement– como se introducía la alteridad. Una alteridad que tiene que ver, pues, con un desplazamiento, con una apertura, fruto de ese combate del pensamiento, de las relaciones y de la propia identidad. Un combate que, en último término, busca activamente pensar, relacionarse y ser de otro modo. Un combate que, a través de convertir la propia vida en un desafío, trata de hacer posible una vida otra y un mundo otro.

3.La inquietud en el impasse

No podemos cambiar la sociedad, a no ser que cambiemos estas relaciones.

Foucault

El juego de palabras con que iniciábamos nuestra reflexión es deliberadamente falso. No hay ninguna quietud del mundo. Para hablar así, hay que hacer una trampa previa, cerrar el mundo sobre sí mismo, darlo por hecho, explicarlo todo de una tajada, en una sola imagen, en un sólo movimiento. Esa sensación de «suspenso» del impasse, «la incapacidad de aferrar los posibles» en «un tiempo movido por una dialéctica sin finalidad»47 quizás sea, simplemente, el rastro que deja tras de sí una «gramática política» que lo ha llevado a su propia «crisis de palabras». Sin embargo, eso no significa afirmar que «la palabra esté en crisis», sino que, aquello que la pone en crisis, es inscribirla en una gramática que no es ya la nuestra. La palabra nos llega entonces vacía, muerta, «desacoplada de la experiencia».48 Nada más vano que tratar de formular otra gramática. Habrá que aprender, antes que aspirar a ello, a dar palabra a nuestra experiencia. Aprender a tientas a nombrar nuestra experiencia en ese impasse. Y no es en el interior de un «nosotros» donde cabe buscarla, sino que, más bien, al tratar de nombrarla, quizás alcancemos a reconocernos en una experiencia común que haga posible la formación futura de un «nosotros»:

el problema justamente es saber si, en efecto, es en el interior de un «nosotros» donde conviene colocarse para hacer valer los principios que se reconocen y los valores que se aceptan, o si no es preciso, elaborando la cuestión, hacer posible la formación futura de un «nosotros». El asunto es que no me parece que el «nosotros» deba ser previo a la cuestión; no puede ser sino el resultado –y el resultado necesariamente provisional– de la cuestión tal como se plantea en los términos nuevos en que ésta se formula.49

Y esa palabra que nombre nuestra experiencia, tendrá que partir de una palabra veraz, de un modo de atarnos a la palabra desde la cual hablemos desde nosotros mismos y nos dirijamos a los otros. Una palabra que no se dirija al otro en tanto que «conciencia» sino en tanto que «ethos», en tanto sí mismo, en tanto que alguien que comparte una experiencia de este mundo y no necesariamente unos valores o concepciones, de antemano, sobre un mundo otro. Dirigirnos al otro desde la verdad de las propias vacilaciones, las propias dudas, tratando de nombrar la propia experiencia; desde la verdad de una palabra a la cual uno se ata en combate contra este mundo. Esa palabra que habla desde la experiencia, no lo hace desde la experiencia de lo ya vivido, sino desde los límites que ese mundo común impone a las experiencias que hacemos de nosotros mismos.

Quizás por esa razón la relación entre política y terapia50 nos interrogaba. ¿No recoge la terapia esas praxis sobre uno mismo que formaban parte del proceso de subjetivación? ¿No se da en esa experiencia terapéutica un intento de darse forma a sí mismo que pone en cuestión los modos de sujeción que nos atraviesan? Y, a la vez, en tanto que hoy esos modos de sujeción atraviesan lo terapéutico, ¿no nos muestra lo problemático de esa relación entre política y terapia hoy, en tanto que articula la tensión entre unos modos de sujeción y unas praxis de subjetivación de sí mismo? Nuestro impasse atraviesa también nuevos modos de experiencia, nuevas relaciones de saber y de poder que interrogar.

Si hemos jugado con las categorías de inquietud y quietud es porque, ante la movilización total51 propia de nuestro presente, sólo cabe oponerle un movimiento distinto: la inquietud como movimiento que parte de uno mismo. Un movimiento que, como hemos visto, no puede confundirse con el movimiento de la movilización: no puede confundirse con la movilización del sí mismo como marca, ni como la movilización de la vida como proyecto, ni como la movilización del mundo como capitalismo hecho realidad.52 Son movimientos absolutamente antagónicos.

Es un movimiento que no sólo consiste en no abandonarse a lo que ya (se) es y resistir(se) a dejarse movilizar desde la inercia, sino que opone un movimiento de combate que tiene como punto de partida combatir(se). Una inquietud que es, por otro lado, a la vez movimiento y desasosiego; el movimiento y desasosiego que imprime, en nosotros, este impasse. Combatir este impasse preguntándonos cómo, desde nuestra propia vida, podríamos dar cuerpo a aquello a que, de modo un tanto enigmático, apuntaban esas últimas palabras de Foucault: combatir para hacer posible la verdad de una vida otra en un mundo otro.


* Ester Jordana Lluch, beca del Programa de Formación de Profesorado Universitario (FPU—2009) del Ministerio de Educación. Universidad de Barcelona, Facultad de Filosofía, Departamento de Historia de la Filosofía, Estética y Filosofía de la Cultura.
1. La noción de «inquietud de sí» responde a la traducción en francés de la noción de «souci de soi». Es la expresión que Foucault utiliza para traducir las nociones de cura sui (expresión latina) y épiméleia heautou (expresión griega) que analiza en sus últimas obras. Nos permitimos, sin embargo, hacer uso del juego que permiten los términos de souci/inquietud, a la vez, como sinónimo de cuidado o preocupación y como movimiento o agitación.
2. Foucault, M., Estética, Ética y Hermenéutica. Obras Esenciales: vol. III, Barcelona, Paidós, 1999, p. 369.
3. La periodización de su obra suele distinguir un primer periodo «Arqueológico», más o menos vinculado a una interrogación por el Saber, de La historia de la locura a La Arqueología del saber, un segundo periodo «Genealógico», más o menos caracterizado como una interrogación por el Poder, de Vigilar y Castigar hasta el primer volumen de Historia de la Sexualidad, y un tercer periodo, los dos últimos volúmenes de Historia de la Sexualidad, en que se interrogarían los modos de Subjetividad.
4. Ibid., p. 365.
5. Foucault, M. Dits et Écrits vol. IV 1980-1988, París, Gallimard, 1994, p.718.
6. Butler, J Mecanismos psíquicos del poder: Teorías sobre la sujeción, Madrid, Cátedra, 2001 p. 12.
7. Foucault, M. Estética, Ética y Hermenéutica. Obras Esenciales: vol. III, Op. Cit., p. 390.
8. «incapaz de sostener, ante su mirada, entre sus manos, para sí mismo una moral colectiva –por ejemplo, de la ciudad– y que, frente a la dislocación de esta moral colectiva ya no tendría, en lo sucesivo más que ocuparse de sí mismo», Ibid., p. 28.
9. En relación a cierto «dandismo moral» o como «estadio estético e individual insuperable» Ídem.
10. Foucault, M., Historia de la sexualidad, vol. 2: El uso de los placeres, Madrid, Siglo XXI, 2006, p. 25.
11. «Hasta entonces había considerado el problema de las relaciones entre el sujeto y los juegos de verdad a partir, ya sea de prácticas coercitivas –como en el caso de la psiquiatría y del sistema penitenciario–, o bien de formas de juego teóricas o científicas –como el análisis de las riquezas, del lenguaje y del ser vivo–.Ahora bien, en mis cursos del Colegio de Francia he intentado captar dicho problema a través de lo que se podría denominar una práctica de sí que, a mi juicio, un fenómeno bastante importante en nuestras sociedades, desde la época grecorromana –incluso a pesar de que no haya sido estudiado–. Estas prácticas de sí han tenido en las civilizaciones griega y romana una importancia y, sobre todo, una autonomía mucho mayor que posteriormente, cuando fueron hasta cierto punto bloqueadas por instituciones religiosas, o de tipo médico y psiquiátrico.» Foucault, M., Estética, Ética y Hermenéutica. Obras Esenciales: vol. III, Op. Cit., p. 394.
12. «Por ellas hay que entender las prácticas sensatas y voluntarias por las que los hombres no sólo se fijan reglas de conducta, sino que buscan transformarse a sí mismos, mortificarse en su ser singular y hacer de su vida una obra que presenta ciertos valores estéticos y responde a ciertos criterios de estilo.» Foucault, M., Historia de la sexualidad, vol. 2: El uso de los placeres, Op. Cit., p. 9.
13. Foucault, M. «Clase del 6 de Enero de 1982» Hermenéutica del sujeto Curso College de France (1982), Madrid, Akal, 2005, p. 13 y s.
14. Foucault, M. «Clase del 5 de Enero de 1983» El Gobierno de sí y de los otros. Curso en el Collège de France (1982-1983), Op.cit., p. 39.
15. Foucault, M. «Clase del 1 de Enero de 1984» Le Courage de la verité. Cours au Collège de France (1983-1984), París, Gallimard/Seuil, 2009, pp. 3-19.
16. La noción de parreshía, desplegada desde múltiples aspectos, aparece a lo largo de los tres últimos cursos publicados que Foucault dictó del College de France. Sin embargo, Foucault impartió una serie de conferencias en la Universidad de California, en Berkeley en otoño de 1983 centradas en este concepto. La traducción en castellano de estas conferencias ha sido realizada por Fernando Fuentes Megías y ha sido publicada como Foucault, M. Discurso y verdad en la antigua Grecia, Barcelona, Paidós, 2004.
17. Foucault, M. «Clase del 12 de Enero de 1984» El Gobierno de sí y de los otros. Curso en el Collège de France (1982-1983), Op. Cit., pp. 58-90. Pese a insertarse en una pragmática, la noción de parreshía no se asemeja a los enunciados preformativos tal como J. Austin los caracterizó. Foucault alude a esta distinción argumentando en qué aspectos la parreshía aparece como lo opuesto a esos enunciados.
18. Foucault, M. El Gobierno de sí y de los otros. Curso en el Collège de France (1982-1983), Op. Cit., p. 82.
19. Ibid., «Clase del 12 de enero de 1983», pp. 85-89.
20. Ibid., «Clase del 2 de febrero de 1983», pp. 161-195.
21. Ibid., p. 195.
22. Ibid., p. 170.
23. Vinculado a esta tensión apunta a alertar que le parece peligroso que el desplazamiento de la política a lo político, en muchos análisis contemporáneos, puedan enmascarar el conjunto de problemas que, justamente se despliegan en ese juego político de la dynasteia, Ibid. 2009, p. 171.
24. Ibid., p. 171.
25. Ibid., p. 240. Seguiremos, en este punto, las clases correspondientes al 16 y 23 de Febrero de 1983.
26. Platón señala, en la explicación que da Foucault, cinco niveles: el nombre (ónoma), la definición (logos), la imagen (eidolon), la ciencia (episteme) –que es también opinión recta (orthé doxa) y nous. La quinta forma de conocimiento, que permitirá conocer la cosa misma (to on), su esencia, pese a estar presente ya en el cuarto nivel, sólo puede aprehenderse en el vaivén a través de los otros modos de conocimiento. Al pasar del nombre a la definición, de la definición a la imagen y de la imagen al conocimiento, se llegará a captar el ser mismo. Ibid., 2009, p. 258.
27. Ibid., p.359.
28. Para desarrollar este punto nos centraremos en el último curso que Foucault impartió en el Collège de France: Le Courage de la verité. (1983-1984). Dado que no existe todavía traducción al castellano ofrecemos un resumen de algunos de estos desarrollos manteniendo entrecomilladas las expresiones literales que hemos traducido directamente.
29. Foucault, M. «Clase del 29 de Febrero de 1984» Le Courage de la verité. Cours au Collège de France (1983-1984), Op Cit., pp. 145-161.
30. Ibid., «Clase del 29de Febrero de 1984», pp. 163-170.
31. Ibid., «Clase del 14 de Marzo de 1984», pp. 213-245 y «Clase del 21 de Marzo de 1984», pp. 246-278.
32. «Clase del 28 de Marzo de 1984», pp. 281-309.
33. Ibid., p. 288 [la traducción es nuestra].
34. Foucault, F. Estética, Ética y Hermenéutica. Obras Esenciales: vol. III, Op. Cit., p. 128
35. Ibid., p. 423.
36. «Hay que ser nominalista, sin duda: el poder no es una institución, y no es una estructura, no es cierta potencia de la que algunos estarían dotados: es el nombre que se presta a una situación estratégica compleja en una sociedad dada.» Foucault, M., Historia de la sexualidad, vol.1: La Voluntad de saber, Madrid, Siglo XXI, 1989, p.98.
37. Foucault, M., Microfísica del poder Madrid, La Piqueta, 1979, p. 171.
38. Foucault, M., Estética, Ética y Hermenéutica. Obras Esenciales: vol. III, Op. Cit., p.423.
39. Ibid., p. 120.
40. Foucault, M., Estética, Ética y Hermenéutica. Obras Esenciales: vol. III, Op. Cit, p. 394.
41. Foucault, M., Historia de la sexualidad, vol. 2: El uso de los placeres, Op. Cit., pp. 88-89.
42. En su texto «¿Qué es la Ilustración?» en que analiza el homólogo texto kantiano, hará énfasis en este aspecto en relación a la perspectiva kantiana de «emancipación» de la «minoría de edad» del hombre. Texto publicado en Estética, Ética y Hermenéutica. Obras Esenciales: vol. III, Op. Cit., pp. 335-352. Esos análisis habían sido ya abordados en la «Clase del 5 de Enero de 1983» El Gobierno de sí y de los otros. Curso en el Collège de France (1982-1983), Buenos Aires: FCE, 2009, pp. 17-56.
43. Rodrigo Castro dedica todo un capitulo a contemplar ese vinculo entre el cuidado de sí y las relaciones de amistad desde una perspectiva ética. Castro, R. «Cap. XII El cuidado del otro» en Foucault y el cuidado de la libertad. Ética para un rostro de arena, Santiago de Chile, LOM, 2008.
44. En relación al momento en que él escribía Historia de la Locura y, respecto a aquellos autores que también interrogaban los mismos problemas desde la «antipsiquiatría» Foucault señala: «Entre Laing, Cooper, Basaglia y yo mismo, no había ninguna comunidad ni ninguna relación. Pero el problema que se planteó para aquellos que nosotros habíamos leído, y también para algunos de nosotros, era el de saber si era posible constituir un «nosotros» a partir del trabajo hecho y que fuera de tal naturaleza que formara una comunidad de acción», Ibid., p. 356.
45. Foucault, M. La arqueología del saber, Madrid, Siglo XXI, 2009, p. 30.
46. Foucault, M. Le Courage de la verité. Cours au Collège de France (1983-1984), Op. Cit., p. 311 [la traducción es nuestra].
47. «Inquietudes en el impasse» introducción a cargo Colectivo Situaciones en VVAA (Coord. Colectivo Situaciones) Conversaciones en el impasse. Dilemas políticos del presente, Buenos Aires, Tinta Limón, 2009.
48. Ídem.
49. Foucault, M., Estética, Ética y Hermenéutica. Obras Esenciales: vol. III, Op. Cit., p. 356.
50. Espai en Blanc. «La sociedad terapéutica», Revista n.º 3-4, Barcelona, Ediciones Bellaterra, 2007.
51. López Petit, S. La movilización total: breve tratado para atacar la realidad, Madrid, Traficantes de sueños, 2009.
52. Ídem.